San Vicente de Paúl se distinguió por el amor a los pobre, a cuyo servicio entregó toda su vida. Cuentan que un día, hablando con la reina de Francia, Ana de Austria, le dijo que ella podía hacer un milagro que Cristo en el desierto no quiso hacer: “convertir en pan las piedras preciosas que llevaba colgadas al cuello”. Y dicen que la reina se quitó las joyas y se las entregó al santo para que sirvieran de alimento a los niños huérfanos.
A veces acusamos a Dios de no solucionar los sangrantes problemas que existen en muchas zonas del mundo. Y no es justo. Dios nos tiene a nosotros, a los que decimos creer en Él. Espera que seamos sus manos para repartir, sus pies para ir al encuentro del hermano necesitado. Lo que ocurre es que a nosotros nos cuesta vender (nuestras joyas, nuestro tiempo, nuestro cariño, nuestra inteligencia, nuestro dinero) y darlas.
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