
El séptimo día, terminada la creación, Dios declaró que era su fiesta.
Entonces todas las flamantes criaturas, se pusieron a buscar para Dios el regalo más bello que pudieran encontrar. Las ardillas llevaron nueces y avellanas, los conejos rábanos y raíces dulces, las ovejas lana suave y cálida, las vacas leche espumosa y rica de nata.
Millones de ángeles se dispusieron en círculo cantando los cánticos más armoniosos.
El hombre esperaba su turno, y estaba preocupado.
“¿Qué puedo darle yo? Las flores tienen el perfume, las abejas la miel, las cigarras el canto…”
El hombre se había puesto al final de la fila y seguía atormentándose.
Todas las criaturas desfilaban ante Dios y depositaban sus regalos. Quedaban ya pocas criaturas antes que él, el caracol, la tortuga y el perezoso, y el hombre estaba asustado.
Llegó su turno…
Entonces el hombre hizo lo que ninguna otra criatura había osado hacer: corrió hacia Dios, saltó sobre sus rodillas, lo abrazó y le dijo: “¡Te quiero!”
¡El rostro de Dios se volvió aún más luminoso!
Toda la creación comprendió que el hombre le había hecho a Dios el regalo más hermoso y estalló en un aleluya mundial.
(Pino Pellegrino: “La tienda del alma”)
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