Hubo una vez un monje que se había dedicado toda la vida a coser los sayos y a remendar la humilde ropa del convento. Llegada la hora de su muerte, durante su serena agonía, se dirigió a sus hermanos diciendo:
“ Os lo ruego: traedme la llave del Paraíso”.
“ Está delirando, pobrecito…, ¿ qué querrá decir? A lo mejor quiere la Regla de la Orden, o tal vez el rosario. Traigámosle un crucifijo”.
Pero el monje respondía a todo que no con la cabeza. Finalmente, el Prior entendió: corrió al taller, sacó una aguja del estuche y se la llevó al moribundo. Éste tomó el minúsculo objeto y, dirigiéndose a él, como si de un ser animado se tratase, murmuró: “ hemos trabajado mucho nosotros dos juntos, ¿ verdad? Y hemos intentado hacer siempre la voluntad de Dios. Ahora, tú me abrirás la puerta del Cielo. Estoy seguro.”
Y el monje murió tranquilo. Aquella aguja había sido el instrumento que le había ayudado, día tras día, a ganarse el Paraíso.
Debe estar conectado para enviar un comentario.