
Visitando una leprosería en una isla del Pacífico me sorprendió que, entre tantos rostros muertos y apagados, hubiera alguien que había conservado unos ojos claros y luminosos que aún sabían sonreír y que se iluminaban con un “gracias” cuando le ofrecían algo. Entre tantos cadáveres ambulantes, sólo aquel hombre se conservaba humano.
Cuando pregunté qué era lo que mantenía a este pobre leproso tan unido a la vida, alguien me dijo que observara su conducta por las mañanas. Y vi que, apenas amanecía, aquel hombre acudía al patio de la leprosería y se sentaba enfrente del alto muro de cemento que la rodeaba. Y allí esperaba.
Esperaba hasta que, a media mañana, tras el muro, aparecía durante unos cuantos minutos otro rostro, una cara de mujer, vieja y arrugadita, que sonreía. Entonces el hombre comulgaba con esa sonrisa y sonreía él también. Luego el rostro de mujer desaparecía y el hombre, iluminado, tenía ya alimento para seguir soportando una nueva jornada y para esperar a que mañana regresara el rostro sonriente.
Era- me explicaba después el leproso- su mujer. Cuando le arrancaron del pueblo y le trasladaron a la leprosería, la mujer le siguió hasta el poblado más cercano. Y acudía cada mañana para seguir expresándole su amor. “Al verla cada día – comentaba el leproso- sé que todavía vivo”.
(Raúl FOLLEREAU)
Debe estar conectado para enviar un comentario.